Eso
no era vida, se repitió por enésima vez a sí misma mientras se
desmaquillaba. No era la primera vez que se miraba al espejo con ojos
llorosos, vacíos, oyendo correr el grifo del lavabo tan lejano, tan
ajeno a sus pensamientos, que parecía que observaba la escena desde
la puerta del baño, sin querer reconocerse.
Llevaba
un año sumergida en una historia que no tenía sentido alguno, que
nunca debió empezar y que ya no sabía cómo parar. Las ideas daban
vueltas en su cabeza, tan rápido, que tuvo que agarrarse con fuerza
al lavabo para intentar parar el mundo, el tiempo y su agitada
respiración. Para apagar sus sollozos.
Volvía
a mirarse a sí misma desde fuera mientras insistía en el propósito
de acabar con todas las mentiras, con ocultar sentimientos y esconder
una doble vida que la apuñalaba una y otra vez.
Armando
se había convertido en un
todo para ella, era su
amigo, su corazón y su perdición. Y
otra vez la había dejado tirada en el último momento; otra noche
más en la que, ya terminada de arreglar, había estado esperando
cigarro tras cigarro a que él apareciera. Aquella noche en concreto
era su aniversario, y como siempre se había estado engañando toda
la tarde; emocionada se puso el modelito que había comprado para la
ocasión, se maquilló convencida de que su querido Armando llegaría
a buscarla a su hora con algún regalo y un ramo de claveles rojos y
blancos; esta vez no faltaría a su encuentro porque él adoraba a su
alma gemela y sería incapaz de lastimarla en un día tan señalado…
Se
conocieron por casualidad, tomando café en el Starbucks
de Plaza de España,
en aquel lluvioso día de Septiembre; ella contemplaba las vistas que
la segunda planta de aquel establecimiento ofrecían de su rincón
favorito de Madrid, la amenaza de la llegada del otoño le habían
impedido disfrutar de su capuchino con chocolate en el césped, como
solía hacer durante el verano. Su cuaderno descansaba en su regazo
mientras rebuscaba en las gotas que mojaban el cristal, palabras que
rimaran con olvido.
Armando
apareció de la nada, devolviéndola de golpe a la realidad; quería
saber si el sofá en el que reposaban su abrigo y mochila de cuero
estaba ocupado; parecía ser el único sitio libre del local. Retiró
sus cosas para que aquel desconocido pudiera compartir mesa con ella.
Como comenzaron a hablar no lo recordaba, pero sí podía describir
perfectamente la sensación de desconsuelo que la invadió al fijarse
en que el guapo y carismático caballero, que le estaba haciendo
compañía, lucía un anillo en su anular.
Cuando
él le entregó su tarjeta antes de despedirse con un “llámame
algún día para tomarnos juntos otro café tan delicioso”, ella se
juró romperla.
Dos
días más tarde habían quedado para dar una vuelta por el centro de
Madrid, él no hizo comentario alguno acerca de su estado civil,
aunque en todo momento se percató de cómo Mara echaba miradas
inquisitorias a su anillo. Mejor no decir nada, no prometer nada,
mejor sólo disfrutar de aquellas horas en tan grata compañía. A la
mañana siguiente, en su despedida, ella se volvió a prometer romper
la tarjeta y él se aseguró de que ningún tipo de pacto se sellara
con aquel beso.
Mara
volvió a mirarse al espejo, a observarse desde fuera; a agarrarse al
lavabo, preguntándose por qué
no había roto la tarjeta. Un año después seguían juntos y en las
noches que habían pasado juntos las conversaciones sobre el futuro
se habían entrelazado con sus cuerpos.
Armando
no siempre podía escaparse o tenía que abandonarla en mitad de la
noche para volver con su mujer; contaba historias sobre lo mal que
funcionaba su matrimonio,
y aseguraba que de quien estaba realmente enamorado era de ella. Era
capaz de detallar mil clichés más que le hacían sentir parte de
una pésima telenovela sobre triángulos amorosos. Mara ya no buscaba
palabras que rimaran en sus poesías y había dejado de ser feliz; ya
no existía aquella grandiosa mujer capaz de mirar desafiante al
destino y manejarlo a su antojo, era víctima de sus propias
circunstancias que la dejaban sin fuerzas para luchar por algo que no
fuera aquella supuesta relación.
Una
vez que se terminó de desmaquillar, guardó su precioso vestido y se
puso el pijama. Decidió empezar y acabar la botella de ron que había
comprado para cuando regresaran de su cena; la vieja y reiterativo
juramento de acabar con ese
amor la martilleó toda la noche. Su alter ego que observaba
silencioso desde la puerta dibujó
una mueca en su cara, una especie de sonrisa condescendiente; sabía
perfectamente que cuando Armando volviera a llamar, aquella borracha
tirada en el sofá, volvería a vestirse con su mejor sonrisa y
maquillarse con todas las promesas que nunca debieron hacerse.